Protectora de lugares mágicos
Pasa más tiempo en las montañas del cerro Marmolejo que en su propia casa.
Sube todos los días a revisar los caminos y zonas protegidas, en donde planta árboles junto a otros voluntarios y el ejército.
Diana Montejo es una de las protectoras de los cerros, praderas y desiertos en los que creció.
Aprendió a cuidarlos desde pequeña.
Nació en el seno de una familia campesina en la vereda Cardonal.
Recuerda el sonido del viento que llegaba de las montañas, recuerda haberse sentado a observar la Cordillera Central de Los Andes y el Marmolejo.
También recuerda las guacamayas sobrevolando las parcelas de sus papás y el sonido del río a su espalda.
Ella cuidaba los cerdos y las gallinas y ordeñaba las vacas.
Lo hacía con amor y emoción, los animales también hacían parte de su familia.
Su infancia la vivió entre excursiones al río, cuidados de la huerta y visitas a la casa de su abuela.
Su abuela tenía un enorme horno de leña, hecho de ladrillos y adobe en el que hacía pan, galletas, colaciones y arepas.
Diana recuerda que eran deliciosas, por lo que no le costaba nada motivarse para ir a recoger leña que sirviera para cocinar.
Y aunque no podía comerlas todas, porque algunas de estas delicias se vendían en Arcabuco o ayudaban a alimentar a los obreros que trabajaban cerca, sí podía coger varias y saborear la sazón familiar.
Cuando no ayudaba en las labores hogareñas iba al colegio y disfrutaba cada hora que pasaba en él.
El camino era largo, casi cuarenta minutos a pie, pero tranquilo, a no ser que lloviera, porque ahí las calles del pueblo se convertían en lodazales.
Pero, con lluvia o sin ella, las casas estaban separadas por grandes potreros, árboles y animales, y de las pequeñas ventanas de madera de las casas se asomaban sus vecinas y vecinos a saludarla: “¿qué más, sumercé?”.
Diana reforestando el cerro Marmolejo. Año 2023
Estudió en la Escuela Normal Superior de Villa de Leyva, un colegio femenino que iba a la par con la arquitectura colonial del pueblo.
Algunos edificios eran de un piso, otros tenían dos plantas, pero todos tenían paredes blancas gruesas y ventanas de madera pintadas de verde que llamaban la atención en medio de una pradera casi vacía a excepción de los lirios, cedros, anturios, olivos y jades que sobresalían de la tierra.
"Era muy tranquilo, digamos que las únicas travesuras eran cuando las niñas del internado se escapaban para ver a los niños del Colegio Técnico Industrial (Itinar).
Pero de resto, no.
Eso era muy estricto porque cuando nos graduamos del colegio ya salíamos listas para ser docentes, teníamos que ser un ejemplo a seguir".
Era una buena estudiante, pero su parte favorita de ir a la escuela no eran las clases sino las excursiones: la llevaron a la laguna de Tota, en donde nadó durante un rato;
a diferentes museos de Bogotá, como el Museo del Oro y la casa de la moneda;
Fue a Girardot en donde pudo ver el río Magdalena y fue al Parque Jaime Duque, donde quedó maravillada por la grandeza de los castillos y variedad de animales.
"Imagina una de niña y pues, de pueblo.
Ir a Bogotá era una gran oportunidad.
Aquí el pueblo todavía era pequeño, todo era potrero y realmente el centro eran pocas manzanas que ni siquiera tenían las piedras que ves hoy en día.
Tampoco tenían todos estos cables que generan contaminación visual.
Lo que había eran vaquitas y caballos".
Se devolvía temprano de la escuela, casi a las 2pm, porque la vida en Villa de Leyva era diurna.
A las 8 de la noche ya nadie caminaba por las calles ni hacía algún ruido.
Pero desde las cinco de la mañana hasta las seis de la tarde, sus recorridos por el pueblo fueron divertidos.
Podía parar a jugar escondidas en la plaza, o a recibirle aguapanela a la mamá de un amigo.
Las calles del municipio eran seguras y tranquilas.
"Nos juntábamos entre familias a jugar tejo y a podar los parques. Incluso, también nos juntábamos para jugar en el parque. Eso ya casi no se ve porque ahora somos muchos, este pueblo ha crecido mucho".
Fiesta de la Virgen del Carmen en Villa de Leyva. Año aproximado: 1960. Fotografía del archivo de Roberto Páez .
Se vestía a la moda, por eso, cuando era niña se vistió con faldas largas y coloridas. M
ezclaba verde con rosado y azul, o blusas azules que contrastan con las faldas rojas brillantes que salía a relucir en las fiestas de la virgen del Carmen en julio.
Para ella, la pólvora que alumbra el cielo en estas fechas es mejor que la de diciembre porque no se trata sólo de tirar por tirarla sino de celebrar una tradición.
Actualmente, dice, los juegos pirotécnicos son igual de hermosos y cuidados y el pueblo está mucho más sólo que en diciembre, por lo que es más fácil disfrutar del espectáculo.
Sus vestidos coloridos eran apreciados por todos en el pueblo y por los visitantes que venían de otros municipios a disfrutar de las fiestas en Villa de Leyva.
No había tanto consumo de alcohol, porque el fin más importante de la celebración era la devoción y celebración de la virgen, y todo debía hacerse con el mayor respeto que la fe y sentido de pertenencia pudiera darle a los asistentes.
Y claro, al día siguiente se celebraba la misa de las seis de la mañana, a la que ningún creyente podía faltar.
La fiesta iniciaba con “el remate”, una feria en la que todos ofrecían sus mejores productos a la virgen como forma de agradecimiento, lo mejor que diera su huerta o cultivo para ofrecer y vender en la plaza principal del municipio.
Seguían, por supuesto, las eucaristías y procesiones y culminaban con la fiesta: sonaba carranga y rancheras a todo volumen que ponían a bailar a los adultos.
"Pero era una fiesta sana.
No había borrachos ni peleas, ni gritos ni hostilidades.
Me gustaría que la gente que viene al municipio adopte esas costumbres que teníamos de tener fiestas tranquilas y en paz.
Pero no, eso sumercé ve que aquí la gente viene a emborracharse hasta perder la conciencia, traen drogas, se pelean en la plaza… lo que antes eran fiestas familiares ahora ya no y eso es muy triste".
Además de lucir sus pintas, compartir tiempo en familia y jugar, Diana esperaba las fiestas para hacer algo que se le da muy bien a los villaleyvanos: hospedar.
Cuando era niña no habían tantos hoteles en el municipio, y los que había eran bastante caros, como el Duruelo, entonces, las casas de familia se convertían en el hogar de paso de quienes asistían desde otros municipios a las fiestas religiosas en Villa de Leyva. .
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Hotel El Duruelo, aproximadamente en 1973, justo después de su construcción. Fotografía del archivo de Roberto Páez.
"Durante 15 años hospedamos a una familia de Somondoco.
Llegaban una vez al año pero eran como de la familia;
nos compartían sus gallinas cocinadas, sus arepitas, sus papas, sus huevitos… de lo que ellos comían, nos compartían.
Se quedaron los 3 días de celebración y uff… yo siempre los esperaba con emoción.
Pero después dejaron de venir y nunca supimos por qué".
Diana creció viendo como los habitantes de municipios cercanos dejaban de venir y, al tiempo, llegaban cada vez más turistas norteamericanos y europeos.
Y es que incluso cuando era más pequeña y un poco olvidada, Villa de Leyva recibía turistas extranjeros que se sentían atraídos por la tranquilidad del municipio.
"Les llamaba la atención el aire bohemio del pueblo y venían a compartir cosas como poesía, estudios, música.
Era un turismo mucho más tranquilo y respetuoso, porque venían acá a disfrutar de la quietud y el silencio, no como ahora que pasan las chivas a todo volumen y las cuatrimotos con esos motores… no, eso no era así".
Para ese entonces Diana ya era adolescente y dejó atrás las faldas largas coloridas.
Ahora lucía pantalones bota campana, faldas cortas prensadas, gafas oscuras, blusas de hombros caídos y jeans rotos que iban con las tendencias internacionales.
Además de la moda, al municipio también llegó la idea de las Coca Colas bailables.
En ciudades como Bogotá estas fiestas eran populares por su similitud con las fiestas estadounidenses en las que bailaban al ritmo del Rock N´Roll y el jazz, e imitarlas daban cierto toque de elegancia y distinción a los jóvenes citadinos.
Pero a Villa de Leyva sólo llegó el concepto, no la música.
Claro, Diana y sus amigos no eran mayores de edad, y aunque podían entrar a las discotecas del pueblo, no podían tomar en ellas.
Sólo algunos pillos aventureros menores de edad consumían alcohol.
Debían enterrar botellas de guarapo y chicha en el suelo de los parques Nariño y Ricaurte y sacarlas a escondidas por las noches.
La invisibilidad para cometer esta fechoría no era sólo por el hecho de que eran menores de edad, sino porque desde 1950 hasta 1980 las autoridades del villaleyvanas establecían horas límite para la venta y consumo de licor, una restricción heredada de los rezagos de la Ley 12. de 1993 que buscaba reducir el consumo de estas sustancias en Colombia.
Para quienes no eran pillos quedaba la Coca Cola, bebida norteamericana que empezó a llegar al municipio después de la construcción de la vía Tunja-Villa de Leyva en 1955, tiempo después de que Gustavo Rojas Pinilla declarara al pueblo como Monumento Nacional.
Con Cola Cola en mano y todos sus conocidos alrededor, Diana empezaba a bailar al ritmo de rancheras, salsa y merengue junto a otros muchachos. Los describen como un baile sano, tierno e inocente, no había más cercanía de la necesaria, y aunque el coqueteo y los besos no pudieron faltar en varias Coca Colas, expresa que jamás se incurriría en faltas de respeto. Era un baile movido en el que las manos de ella se entrelazaban con las de otro muchacho y podía hablar y moverse, conocer al otro y conectarse emocionalmente, ya fuera para una amistad o para un noviazgo.
Y es que para Diana Montejo, Villa de Leyva es el lugar perfecto para encontrar el amor.
Escribe poemas sobre lo vital de la cercanía y de los besos, sobre las ganas, pasión y convicción que se tiene para ir hasta el fin del mundo por alguien.
Y, así como en las Coca Colas bailables, escribe sobre el deseo que se forma en las cercanías lejanas, el sentimiento de querer acercarse a alguien aunque ya lo tengas cerca.
"Aquí es el sitio perfecto para enamorarse, tú encuentras cafés, bares.
Miras hacia el cielo y ves las estrellas y la luna, perfectas y listas para ser dedicadas.
Y es que igual la magia que tiene este pueblo es magnética.
Si se quieren enamorar, toca que vengan a Villa de Leyva.
Acá están presentes todas las artes, lo sensible… es perfecta".
Pintor en Villa de Leyva. Año aproximado: 1960. " Si se quieren enamorar, toca que vengan a Villa de Leyva. Acá están presentes todas las artes, lo sensible… es perfecta ", Diana creció viendo estas intervenciones artísticas en las calles de su hogar, y lo considera un elemento representativo. Fotografía del archivo de Roberto Páez.
Además de la facilidad para encontrar el amor, mientras fue creciendo también descubrió nuevos misterios villaleyvanos.
Primero usamos su tiempo libre para servir a la comunidad planeando las vacaciones recreativas comunales del pueblo.
Desde los 4 años hasta los 12, ella disfrutó de las actividades que los chicos mayores organizaban.
Por eso, cuando llegó su turno de planear las vacaciones a los 13 años la emoción de retribuir la invadió.
Hizo talleres de lectura y escritura, charlas sobre literatura, juegos de saltar la cuerda, de escondidas y de arte.
Sin embargo, las vacaciones recreativas se acabaron cuando cumplió 16 años, al mismo tiempo que terminó el bachillerato.
Ante la pregunta “¿Y qué hago ahora?”
siguió, en parte, los pasos de su madre.
Empezó a trabajar en una cafetería del centro a la que llegaban cientos de turistas cada fin de semana por la leyenda que guardaba.
Se trata de La Guaca, una casa esquinera en la plaza de Villa de Leyva que alguna vez fue propiedad de una poderosa familia española.
Según cuentan, puede que en sus solares haya enterrado un valioso tesoro.
Diana no estaba allí por el tesoro, estaba allí para llevar el sustento a su hogar.
Pero los fantasmas, espectros y leyendas no saben diferenciar quién los busca y quién no.
La asustaban casi todas las tardes.
"Una escuchaba como si en la cocina alguien estuviera manipulando los utensilios pero me asomaba y no veía a nadie.
Pero eso no pasaba sólo ahí - Diana se ríe - mire que cuando yo empecé a trabajar en el Ático el secador se prendía solo.
Las señoras del aseo se asustaban y yo les decía que tranquilas, que eso fijo era doña Florinda que era la que vivía por aquí".
El Ático es un centro comercial del centro de Villa de Leyva.
Como muchas edificaciones, se modificó una de las enormes casas coloniales que había para que funcionara como centro de ventas.
Diana conoció esa casa de niña, conoció a Florinda ya su familia, por lo que las energías y fantasmas que puedan no haber le asustan.
Bueno, en general, ningún fantasma le asusta, dice que el pueblo es un lugar mágico y magnético y que hay que respetarlo.
Piensa lo mismo de los cerros que cuida, y de cada parque, calle y potrero que aún queda en el municipio.
Ha visto duendes, hadas y monjes sin cabeza que rondan por los bosques, desiertos y diversos ecosistemas que protegen.
"Este pueblo es mágico y yo por eso soy muy celosa con él.
Conozco lugares hermosos pero no le digo a todo el mundo dónde están porque hay que cuidarlos, no todo se puede comercializar, no todo es un producto.
La mejor forma de cuidar ciertos sitios es mantenidos en secreto".
Diana no miente, lugares como el Pozo de la Vieja, en donde antes los villaleyvanos se bañaban, jugaban y sacaban agua ahora han sido privatizados y convertidos en zonas de camping a las que toca pagar para ingresar.
Villa de Leyva poco a poco deja de ser de todos y empieza a ser de unos cuantos que pueden pagar, pero Diana está allí, vigilante, lista para mantener protegidos los lugares mágicos del municipio.
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