Por fuera parece pequeñita. Tiene un solo piso, es de color blanco con ventanas verdes de madera, afuera hay dos tablas sostenidas por troncos que sirven como sillas, y cuando cruzas la puerta que se encuentra en el centro te encuentras con un pasillo oscuro que da a un patio amplio y verde.
Es la casa de mi abuela Ofelia, en la que viví más de un año y visité toda mi vida.
Mi llegada solía ser ruidosa porque Oso, un perro gris, pequeño y peludo, empezaba a ladrar y menear la cola cuando me veía cruzar por la puerta.
Detrás de él llegaba Lucio, y con el tiempo también llegaron Tony y Trasto.
Sus ladridos alertaban de mi presencia a mi abuela Ofelia, quien salía rápidamente al patio a darnos la bienvenida.
Hoy no hay nadie que venga a saludarme.
Cuando era niña nunca me plantee la posibilidad de que el mundo que yo conocía pudiera cambiar.
Estudié tercero en el Colegio Nueva Era, a dos cuadras del terminal de transporte.
Antes de ir, mi tía Yaquelín me hacía dos trencitas, mi tía Isabel ponía Silvio Rodríguez y Zuccero a todo volumen y mi abuela, quien hacía chocolate para todos, apartaba una olla de aguapanela únicamente para mí, porque no me gustaba el chocolate.
Al lado de mi aguapanela siempre me servía uno de sus envueltos de maíz, y la verdad es que nunca logré comerme uno entero.
No porque no eran ricos, sino ¡porque eran enormes!.
Soy yo, Loren Buitrago, 7 años, en la casa de mi abuela
Fui al mismo colegio que mi prima Sofía.
Ella vivió toda su vida en Villa de Leyva y, cada vez que nos encontrábamos en vacaciones, me prestaba sus juguetes.
Nuestras favoritas eran las Barbies, ocupábamos toda la casa con sillones improvisados y mansiones en las que vivían aquellas muñecas de plástico, hasta que mi abuela y mi tía nos pedían que reconociéramos el desorden porque ya no había lugar para caminar o trabajar.
En el colegio también éramos amigas.
Nuestros salones quedaban al lado, ella estaba en cuarto y yo en tercero.
Estudiábamos en una casa en forma de “L” que fue adaptada para recibir quince niños o menos en su interior.
En la parte de atrás de nuestros salones teníamos estantes en las que debíamos dejar nuestros cuadernos de tareas.
Eso era un poco extraño, teníamos dos cuadernos por cada materia, estaba el cuaderno de matemáticas, donde anotábamos todo lo que la profesora de matemáticas enseñaba, y el cuaderno de tareas de matemáticas, donde hacíamos las tareas.
Eso sí, el patio era enorme.
Teníamos una huerta, un patio de juegos y una cancha de fútbol.
Bueno, eran dos arcos contrapuestos en un potrero de tierra que tenía indicios de que alguna vez fue pasto.
Igualmente, era muy divertido.
Jugábamos yermis, escondidas, la lleva, captura la bandera y zombie, que es lo mismo que la lleva pero cuando eras atrapado debías ir de la mano con los demás atrapados y, sin soltarse, capturar a los demás.
El colegio ha cambiado.
Eliminaron la huerta y construyeron un edificio de dos plantas para albergar los salones de bachillerato.
Cada vez que llega al pueblo, el autobús pasa por el frente de mi colegio.
El ruido del terminal se alcanzaba a escuchar en mi colegio. Este es un recorrido del terminal al Nueva Era un día ventoso de Agosto.
Luego del colegio volvimos a jugar con nuestras muñecas.
Así como Sofía y yo construíamos casas, la casa en la que vivíamos era construida, ladrillo a ladrillo, por nuestros familiares.
El lote costó 2.000 pesos colombianos, puede parecer poco, pero eran los años cincuenta.
En ese momento el barrio Santander todavía era una vereda, no parte del casco urbano de Villa de Leyva.
Había varios lotes y potreros en los que resaltaban casas pequeñas hechas de adobe y ladrillos: tenían un piso y una o dos habitaciones.
La nuestra tenía dos: en una dormía mi abuela y en la otra dormía mi mamá con sus cinco hermanos.
Luego, cruzando dos metros de pasto y gallinas, había un pequeño rectángulo de ladrillos, esa era la cocina.
El baño estaba a un metro de la cocina, también era de ladrillo y tenía una regadera de la que salía agua helada.
Mis tíos fueron creciendo y le ayudaron a mi abuela a seguir construyendo habitaciones y baños, en total hicieron siete.
Y atrás, al final del lote, construyeron una cocina abierta con un horno de leña en un costado, en donde mi abuela se encargó de hacer recetas que deleitaron a mi familia, a extranjeros y otros villaleyvanos.
En la plaza de mercado varios la conocían, la saludaban y le tenían listo su pedido, porque siempre compraba lo mismo, en el mismo lugar.
Llevaba fresas, habas, harina, plátanos, manzanas, mazorca y arvejas.
Mi abuela Ofelia recorría la plaza de mercado casi con los ojos cerrados.
La plaza era a cielo abierto, tenía tres niveles en los que las chazas se armaban con bolsas de basura y palos, la comida quedaba exhibida sobre periódicos, canastas y mesitas que cada campesino llevaba.
La estructura estaba hecha de ladrillo y cuando cada chaza estaba armada se podía jugar a estar atrapado en un laberinto.
Mi abuela visitaba este sitio, sin faltar, todos los sábados a las 5:40 de la mañana.
A veces la acompañábamos.
Pero mi mercado favorito era cuando llegaba con pollo, mazorca, papas, alcaparras y crema de leche, porque eso significaba que iba a hacer ajiaco.
Era el ajiaco más rico de todo el planeta, y no es una exageración.
Venían personas de Inglaterra, Brasil y Estados Unidos a probarlo.
Era espeso y sabía a leña y siempre estaba acompañada con arroz hecho en olla de barro.
No hay nada que se le compare, me comía dos o tres platos. Nada de lo que cocinaba se perdía.
Hacía 100 o 200 panes y venían a su puerta a pedirle bolsas, o se los encargaban desde otros países y ciudades.
Ni siquiera tenía que llevarlos al centro para ofrecerlos.
Mi abuela era famosa, todos en el pueblo sabían lo bien que cocinaba.
También era muy sabia.
Nos enseñó la receta a mis primas y a mí, que insistíamos en querer hacer panes en forma de dinosaurio, perro, flor, corazón y unicornio.
Mi abuela decía “no hagan eso que se les va a expandir la masa y no les va a servir de nada”.
Nunca le hicimos caso, pero ella nunca falló, nuestro pan nunca quedó con forma de corazón, de flor o de unicornio.
Nunca nos regañó por todas las veces que escondimos comida que nunca pudimos terminar, tampoco por las veces que tinturamos ollas de verde (sin querer) cuando jugábamos a hacer sopas de agua y papel crepé. Ni cuando corríamos en la noche a decir “1,2,3 por mí” en medio de sus horas de sueño. Esa casa fue testigo de nuestras locuras y desorden, pero también de los de ella. El recuerdo bailando carranga mientras sostenía su sombrero de mimbre con una mano y aleteaba como gallina con la otra al ritmo de Julia, Julia, Julia, de Jorge Velosa.
Tenía 70 años y hasta su último día tuvo la energía, fuerza y vitalidad para subir los cerros del pueblo, recorrer el desierto y la plaza.
Ella nos recibió con los brazos abiertos a todos;
a mis tíos, a mis primas, a mí, a mi hermano, a los turistas y extranjeros que visitaron su casa.
La última vez que la vi estaba en la terraza mirando hacia el cerro Marmolejo.
Me dijo “pero Loren, vuelve en la semana de receso y le hago el ajiaco que esta semana no pude hacerle”.
Fue en julio de 2022. Ella murió en agosto, antes de que pudiéramos vernos en semana de receso, que era en octubre.
Ahora la casa está vacía y tiene un cartel de “se vende” en la entrada.
Ya nadie usa el horno, tampoco hay barbies tiradas en el suelo, ni gente corriendo por los pasillos.
Con ella se fue mi hogar, pero no los recuerdos, ni sus recetas ni sus bailes.
Villa de Leyva nunca será lo mismo sin ella y sin esa casa, pero es lo que es ahora (para mí) por todo lo que me dio.
En mí viven los recorridos al colegio, los juegos en la plaza de mercado, los raspones en las rodillas después de correr por la plaza principal, mi tabique torcido por pegarme con las puntas de Ventanas de madera y las letras de la carranga y música de protesta que escuché durante meses.
Villa hace parte de mi identidad, de quien soy.
Las historias que viví en ella salen a la luz en mis conversaciones diarias, en las reuniones familiares y en mis diarios.
Soy quien soy gracias a lo vivido allí.
Fotografías de doña Ofelia cocinando pan y envueltos
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