Los antepasados de Cosme llegaron a Villa de Leyva en grandes y brillantes caballos cargados de hermosas telas. Venían directamente del Reino de Castilla y habían escuchado de las bondades de la gran Villa fundada por Andrés Díaz Venero de Leyva en la provincia de Tunja; un lugar mágico, rico, comercial y tranquilo para establecerse. Sin embargo, la noticia de la llegada de su acaudalada familia española también había llegado a tierras santandereanas de las que tiempo después llegó una amenaza: llegarían en pocos días a hurtar sus tesoros.
Cosme tenía 10 años, y, como todo niño, buscaba algo con lo que divertirse. En poco tiempo lo encontró: del baúl de sus abuelos sacó un mamotreto de papeles amarillentos, tiesos, con caligrafía pegada y delgada que decían “escrituras”. Mientras su abuelo tocaba el piano en la planta baja de la casa, él revisó cada uno de ellos.
"Tenían una letra muy linda, hechas a mano, y decían que mi tatarabuela, promotora de la construcción del templo de Santo Ecce Homo, era dueña de una finca en Cane (actualmente Sabana alta), una en el Valle de Santo Ecce Homo y una casa aquí, en el centro de Villa de Leyva. Estaban a nombre de la familia Mazmoras".
Los terrenos que mencionan las escrituras fueron el hogar de Cosme durante su niñez. Desde el lunes hasta el viernes vivía en la esquina de la calle 13 con carrera 10 de la plaza principal: una casa de dos pisos con puertas altas y anchas por las que alguna vez entraron caballos, su animal favorito. En ese entonces el piso de la plaza era de tierra y habían olivos rodeando los bordes del lugar. Las casas eran viejas, Cosme las describe como descuidadas y en ruinas, por lo que resaltaban sobre los terrenos baldíos. "Ahí donde está el banco, eso era potrero", recuerda con claridad.
Esos cinco días de la semana no eran sus favoritos. Tenía que quedarse allí para asistir a la eucaristía diaria que se celebraba en la Iglesia del Carmen a las cinco de la mañana. Era una tradición sagrada para sus papás y sus abuelos, quienes ordenaron varias ceremonias religiosas de la comunidad como la fiesta de la Virgen del Carmen en julio, y era igual de importante que el rosario de la noche en los que agradecían por lo que Dios les había dado y pedían por las personas que lo necesitaban.
Luego de la misa y la oración diaria llegaba el momento en el que sus papás se iban a trabajar. En su caso, debía ir al colegio: la Escuela Urbana, un lugar en el que cometer un mínimo error significaba recibir un golpe con una barra de mimbre pelado. "Las profesoras exigían mucho. Nos castigaban por no ir limpios, por indisciplina, por no hacer la tarea, por no obedecer".
Sin embargo, era mejor que el colegio de su hermano: el Colegio San Martín. Dirigido por curas, les enseñaban latín, letras, ciencias y matemáticas, pero un error o un acto de indisciplina tenía consecuencias terribles. "A ellos les daban juete, los encerraban en cuartos oscuros. Era tremendo. Esos curas parecían militares, pero yo creo que por eso se tuvieron que ir. Ya después de tercero de primaria no siguieron".
Después de terminar la primaria en la Escuela Urbana de Villa de Leyva, estudió en un colegio agropecuario en Santa Sofía, terminó su bachillerato en otro colegio agropecuario de Paipa y entró a la Universidad Pedagógica y Tecnológica Colombiana para seguir aprendiendo de agronomía. Debido a sus estudios, su padre decidió vender la casa del centro. Sin embargo, aún recuerda cuál era su ventana, y cuenta con una sonrisa los recuerdos de su niñez.
"Lo más divertido era esperar a la noche porque salíamos como diez chinos a jugar a las escondidas. Que un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, ni por delante, ni por detrás, ni por un lado, ni por el otro y corra para que no lo encuentren- ríe - también era muy chévere cuando íbamos a nadar al Duruelo, o cuando nos reuníamos a hacer tareas. O cuando con mi abuelo y mis papás llegábamos a caballo en las tardes. Todo eso era muy bonito".
La puerta gigante por la que entraban los caballos que menciona Cosme es la que está rodeada de piedra amarilla en la casa esquinera de la derecha de la fotografía.
Montar a caballo y jugar, eso era lo que le gustaba a Cosme de sus estadías en el centro. Aunque le gustaba más el momento de irse a la finca en Cane cada sábado y domingo.
"Ahora ha cambiado mucho porque antes era lindo salir al campo. Usted podía andar por todos lados, por todas las fincas y nadie le decía nada. Uno iba encontrando comida, frutas, leña y nadie le prohibía que los tomara. Recuerdo que podíamos bañarnos en los ríos y jugar en ellos. Eso se acabó".
Cosme suspira y niega ligeramente con la cabeza. El campo que recuerda tenía caminos naturales: sendas marcadas por las pisadas constantes de transeúntes. Los ríos y quebradas bajaban con fuerza y su sonido se mezclaba con el canto de las aves y el resto de fauna del bosque: los osos, los venados (ahora en peligro de extinción), los zorros, tigrillos, comadrejas y micos nocturnos. Bueno, así era en el día. En la noche todos se resguardaban de una amenaza latente: el cura sin cabeza.
"Tú sabes que aquí murieron muchos curas durante la época colonial por todas las guerras que hubo y los enfrentamientos entre comunidades y españoles. Varios de esos espíritus de curas se paseaban por las fincas y castigaban a los borrachos, a los vagos y a los que se encontraran caminando por ahí. Nadie salía porque en vida esos curas fueron malos y fuertes y castigaban a los esclavos con látigos para adoctrinarlos. Con ese mismo látigo castigaban a los hombres y los animales, y así encontraron varios casi masacrados al día siguiente. O eso me contaban mi abuelo y mi papá".
Todas las noches eran temidas por los campesinos y hacendados de la vereda Sabana Alta. Pero el miedo se acrecentaba en luna llena cuando, según decían, una procesión fantasmal de gente flotando pasaba murmurando rezos casi inaudibles por los senderos de tierra del lugar. La leyenda decía que quien osara a asomarse caería desmayado allí mismo, nadie sabía lo que le pasaba a las personas que quedaban inconscientes mientras lo estaban, sólo se levantaban desorientados y confundidos.
Y aunque las fincas estaban llenas de animales carnívoros, procesiones fantasmales y curas sin cabeza dedicados a reprender a los desjuiciados y malparados, lo que más le intrigaba a Cosme de aquellas parcelas era la posibilidad de encontrar un tesoro escondido que, según aquellas escrituras en el baúl de sus abuelos, se había perdido sin querer y nadie lo había encontrado.
Cuando halló las escrituras aquella noche las empezó a leer. No tenían valor para un niño más allá de su curiosidad. Sin embargo, la promesa de una gran recompensa despertó su interés y le dio un nuevo pasatiempo: buscar el tesoro familiar.
"Mi familia llegó con baúles llenos de monedas de oro, joyas y telas que eran cargados por siete negros. En ese momento ellos vivían por Santo Ecce Homo y les dijeron: escondan eso que vienen los de Santander a atracarlos".
Fue la crónica de un robo anunciado: desde su hogar, los tatarabuelos de Cosme vieron caballos aproximándose a toda velocidad. Encima de ellos venían hombres gritando y agitando palos y espadas. No hay un relato caballeresco certero, sólo quedó registrado que el tesoro fue evacuado por la parte de atrás de la vereda, quedando en manos de los Mazmora.
Las escrituras dicen que lo enterraron, pero ni ellas ni los tatarabuelos de Cosme especificaron en dónde. Se cuenta que en el lugar del tesoro quedó enterrada una espada como señalización, pero una tarde de primavera, una mujer desconocida desenterró la espada y se la llevó, dejando el tesoro perdido para siempre en algún lugar de Villa de Leyva. Con los años, los habitantes empezaron a hablar de él como “el tesoro de la Guaca”.
"Es que lo más complejo de eso es que no se sabe si lo enterraron en Cane, en Santo Ecce Homo o aquí en el solar de la casa del centro. Por eso le dicen la casa de La Guaca. Puede que esté bajo la construcción o en un bosque, quién sabe, nadie lo ha encontrado".
Cosme espera que la unión entre villaleyvanos raizales y vinculados (personas que llegaron a vivir a Villa de Leyva) pueda ayudar a proteger la riqueza natural y cultural del municipio.
El amor de Cosme por el campo creció con él. Actualmente sigue viviendo en la finca de Cane. Es pensionado y se dedica a la agricultura, lo describe como “un hobbie”. Cultiva maíz, papa, tomate de árbol y granadilla. Aún no se ha encontrado con la procesión fantasmal, tampoco con el cura sin cabeza, mucho menos con el tesoro. Pero su vecina sí le ha contado de espectros que ve por los bosques de alrededor.
Igual que cuando era niño, estas historias no han disminuido el amor y respeto de Cosme por las parcelas que lo rodean. Aún conserva las escrituras y cartas que encontró en el baúl de sus abuelos, que ahora es suyo. Para él, el tesoro es el legado de su familia, su historia, y claro, sus granadillas.
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